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24 septiembre, 2024

Materia

Hago experimentos. Me filmo de vez en cuando mientras bailo, mientras escribo, mientras leo. Lo pongo en velocidad acelerada. Quiero ver qué hace mi cuerpo sin darme cuenta. Intento concientizar eso que el cuerpo sabe y decide. Cuando veo el video, hago pausas para ver bien la postura, los detalles, el esfuerzo o la ligereza, pongo el video en pausa para ver el trazo que dejó mi cuerpo al pasar. Una fracción de segundos que estuvo llena de materia y luego nada, aire.

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El cuerpo es en tanto el espacio que abarca. Escuché en un podcast que los cuerpos masculinos tienden a dominar el espacio del lugar de trabajo. Se desplazan, van a la cafetería, saludan a sus colegas en otras oficinas, se despliegan. En cambio ellas tienen un sólo camino de ida y vuelta, del escritorio al baño. Queremos cuerpos no lineales.


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Si fuera coreógrafa, me inspiraría de las cientos de personas que atraviesan a diario la Avenida Central. Desde un punto fijo observaría las microficciones espontáneas que se generan, dos manos que se rascan la espalda al mismo tiempo, en el mismo ángulo. Otras tres cabezas atraviesan la calle en diagonal.


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Tener conciencia de la postura: horas frente a la computadora del trabajo, cuando se hace una entrevista de trabajo, en ceremonias varias, cuando se habla con un niño, mirarse frente al espejo, cuando él está en la mira, en clase de danza, al salir de clase de danza, cuando estamos acostados.



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Con la pandemia, la libertad de nuestros cuerpos estuvo restringida. El desplazarse se llenó de cuestionamientos, el acercarse, el mirarse. Desde Chile me llegaban indicaciones: los brazos se alejan con fuerza como si empujaras a alguien, luego se retraen formando dos triángulos y al mismo tiempo relajás el cuello girando la cabeza hacia la derecha, sin dejar de mirar al frente. Desde Costa Rica enviaba indicaciones de vuelta: el hombro izquierdo quiere despegarse del cuerpo, pero como no puede, el cuerpo está obligado a seguirlo, gira en un círculo pero sólo con el torso, no es un movimiento violento.

Vaivén.

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Conozco el camino al baño de memoria. Aunque está mal dicho decir “de memoria”, quise decir me lo conozco con los ojos cerrados. En algunas madrugadas me despierto por las ganas de orinar, me levanto como una zombie, voy directo y sin titubear al baño, cierro la puerta, orino, me lavo las manos, apago, vuelvo a la cama. Todo sin abrir los ojos. Mi cuerpo, ya que es su problema, lo resuelve sólo. Un día pintaron la pared de mi cuarto donde está mi cama. Tuve que moverla unos centímetros y dejarla así hasta el día siguiente para que se secara la pintura. Esa madrugada, mi ida al baño fue un caos. Me golpée con la puerta del cuarto al salir, con la puerta del baño al entrar, con la tapa del inodoro, con la puerta del baño al salir, con la puerta del cuarto al volver, con la primera esquina de la cama, con la segunda esquina de la cama, con la mesa de noche, con la lámpara, con la almohada.

Resistencia del cuerpo

Casi a diario recibo en mi teléfono el registro de una pausa: 18 de febrero, 4 min 35 segundos. Mi amigo J lleva un registro de su apnea voluntaria sin propósito aparente. O cuyo único propósito, atreviéndome a adjudicarle uno, es el de romper con los límites de su cuerpo. Pienso en todos los números que enmarcan las potencialidades de nuestra materia física que somos. Los nuevos récords en los juegos olímpicos, los récords personales.

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Acá otro número para la cultura de lo performático: 33.05. Ese es el número invariable de otro amigo, T, en la prueba de 50 metros estilo libre. Es la prueba más rápida que existe en la natación. Su objetivo no es el de bajarlo sino el de mantenerlo. Tener 47 años no se trata de descubrir nuevos números, se trata más bien de tener muy claro cuál es el tuyo.

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Otro método para retratar el propio cuerpo es el reflejo inmediato de tomarse una selfie frente a un espejo. Mi amigo fotógrafo, E, toma de vez en cuando esas fotos. Intuyo que es una manera de recordarnos lo que hay al otro lado del lente. Un statement de que a pesar de lo técnico y lo numérico (velocidad del disparo, enfoque, profundidad de campo), lo que hay verdaderamente es el ojo de alguien, otra idea de belleza.

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La escritura también mide. Samantha Schweblin midió la distancia de separación de un cuerpo con otro cuerpo en “Distancia de rescate”. Nettel midió una invasión al cuerpo con su novela “El huésped”. Y con “Parentesco” de Octavia E. Butler, un cuerpo moderno vivió la esclavitud del sur de los Estados Unidos. La inmortalidad como resistencia del cuerpo. El retrato escrito del cuerpo para una apropiación, un autoconocimiento, un método para el hallazgo, contra el aburrimiento, una escapatoria de la prisión, una divagación entre tantas certezas, un lenguaje físico, unas palabras físicas, o como diría Clarice Lispector, “palabras sólo físicamente

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“Cuando escribo, siento que son ellos (los dedos), y no mi intelecto, los lúcidos progenitores del texto”*. Puedo decir entonces que Lopate y yo tenemos eso en común. Las manos piensan. Misteriosamente las palabras están dispersas en la mesa. Si la cabeza interviene, no fluye. Son las manos quienes guían el orden, la selección y el sentido de las palabras y los versos. Ellas tienen otra moral, otros valores, emplean otras estrategias de lo que vale la pena decir, descubren otros ritmos y potencias.
*Retrato de mi cuerpo, Phillip Lopate. Tumbona ediciones, 2010


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Sobre nacer y sobre morir. No soy nada. Electricidad en mi brazo. Busco con la cabeza algo por allá arriba, no sé qué soy o con quien juntarme. Pausa. Parece que acá no hay nada. Ni mi brazo ni mi pierna ni mi cabeza encontraron algo. Estoy torcida. Me devuelvo, sigo buscando pero ahora con el otro brazo, la otra pierna. Tal vez el codo como un triángulo va mejor aquí o acá. No sé. Algo suena en la diagonal derecha. Electricidad de nuevo, en mi mano. ¿Cómo hago para ver la electricidad pero estando más cómoda? Me doy vuelta, estoy boca abajo. Y es aquí cuando la vida fluye, alcanzo mi otro brazo que me lleva a una posición fetal y luego estoy boca arriba.

Cuerpos frágiles

Hay tantos cuerpos frágiles. El viento bota una maceta y las hojas se rompen. El ala fracturada de un pollito que lleva vivo un día. Una hormiga arrasada por una mano que limpia la cocina. El raspón en la frente al caer. Tu cuerpo en el agua caliente por primera vez. Mi cuerpo llorando al terminar “Ángeles derrotados”.

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Mi relación con su cuerpo ha tocado todos los ámbitos. Sueño despierta con él. Sueño dormida con él. He tomado el desayuno con él. Lo conozco de pies a cabeza. Llevo más de veinte años deambulando cerca, flotando cerca, viviendo cerca. No crean, a veces me siento tonta.

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Nadie se salva. Siempre encontramos ese detalle de nuestro cuerpo que no nos gusta. Unos ojos muy pequeños. Demasiadas pecas.  Las pantorrillas muy delgadas. En un día con suerte logramos olvidarnos y existimos disociadamente del cuerpo. Escribimos correos, atendemos llamadas telefónicas, compramos verduras, cruzamos la calle a toda prisa. Pero cuando volvemos a casa, es probable que recordemos ese silencio que anticipa los pensamientos negativos, vuelvo a ser yo frente al espejo. ¿Por qué para algunas almas es más corto el camino de quererse que para otras? En una serie en Netflix que ví recientemente, la experta asegura que se deben nombrar las partes de nuestro cuerpo que nos gustan, una y otra vez, como si fuera una fotografía inamovible en la memoria que debe servirnos de amuleto.

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Un cuerpo femenino y pequeño está sentado junto a la mesa. A este cuerpo se le obliga a ponerse de pie con la cabeza baja. Se le ordena ir a la sala, mover el sillón a un lado donde aparece una comida fría, ya no en el plato si no en el suelo. Se le ordena arrodillarse, colocar sus manos detrás, en la espalda, como esposada, se le obliga a comer de la comida fría con pelos, lágrimas y polvo directamente con la boca. El cuerpo que da las órdenes tiene un secreto.

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Mi ritmo de vivir la vida. Cargo energía, fluye dentro de mí en círculos grandes. Útero. Sigo cargando energía en las caderas. Sequedad. Sigo cargando energía hasta el pecho. Palpitaciones. Corazón acelerado. Sigo cargando energía hasta la cabeza. Estoy perdiendo pelo, lo dejo caer al suelo. Me aparecieron manchitas en la piel. Demasiada bulla exterior. Me obligan a replantearme lo que soy, intento tomar distancia pero insisten, un prejuicio por la derecha, otro prejuicio por la izquierda.

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Mi mamá me ha contado ya en varias ocasiones cómo su mamá nunca la abrazaba, nunca una señal amorosa, nunca una cercanía corporal. Una única vez le rozó la frente con cariño. Fue tan rápido que podría no ser cierto. Una vez también le rocé la frente, a mi abuela, cuando recostó su cabeza en mis muslos y agonizaba. Íbamos en el asiento trasero del carro de mi papá. Mi papá manejaba, mi mamá silenciaba. Mi abuela se había quedado varios días en nuestra casa, pero esa tarde pidió que la lleváramos donde mi tía.

Interocepción

Cuando me embaracé y empecé a sentir miedo del parto, mi mamá me dijo: “Tu cuerpo no te va a dar un dolor que no podás soportar”. Me hizo cómplice de mi cuerpo, me hizo confiar en él en un ámbito tan particular como el dolor. Algo de lo que siempre quise huir, ahora lo veía con otros ojos. Es una suerte que no pensara en nada más, es una suerte que la ausencia en mi mente de todas esas historias de partos que salen mal, de mujeres que se desangran hasta morir, me consolara ante la inminencia. No tenía escapatoria.

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Tengo el útero más hacia la derecha. ¿Cómo se alteraría la percepción de mí misma si pudiera verme por dentro? A esto se le llama interocepción: es un sentido menos conocido que ayuda a entender y sentir lo que sucede dentro del cuerpo de una.

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Tápese que los doctores la están viendo: me dijo la enfermera en el hospital mientras estuve internada por presión alta, con 8 meses de embarazo. Tenía una alergia brava en todo el cuerpo, como piquetes de mosquito. Lo único que me aliviaba era pasarme algodón con alcohol por las piernas, cada 10 minutos. Y por supuesto, tener las piernas destapadas. Me habían dicho que como mi hija y yo teníamos diferentes tipos de sangre (yo soy o+ y ella es b+), mi cuerpo la estaba rechazando.

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Amamanté durante 3 meses. Me costó mucho producir leche. Mi mamá me decía que no me desviviera por eso. Mi cuerpo podía ser casa pero no alimento. Me sentía frustrada. Mala madre. Menos mujer. Jazmina Barrera parafrasea a Adrienne Rich cuando compara el acto de amamantar con el acto sexual. Mi incapacidad de generar esa comparación me impidió producir leche, intuyo.

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Mi hija, durante mi embarazo, pasó de ser bebé a ser alien y luego a ser bebé de nuevo. Mi embarazo no fue deseado. Además de la angustia y del estrés que este accidente representaba para mí, había algo en mí que me gustaba: el hecho de que mi cuerpo, por primera vez, era una casa, un refugio. Luego de varios meses, el alien dejó de serlo y se convirtió en mi bebé. Ya la conocía, ya intuía que era una niña, sentí su fuerza, su tranquilidad, su compañía. Supe lo que es tener una comunicación sanguínea con otro ser.

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En un libro de Jazmina Barrera leo: “los pasantes aman los tactos”.*

*Linia negra

Pierna de metal

Qué bien se siente colgarse del metal, alargar una pierna y llevarla hasta el otro extremo de la habitación. Como si no fuera humana, como si midiera el tiempo en puntos dispares, en modos de confundir las células, creyéndose existir antes del big bang, antes de los estornudos de algún bisabuelo, antes de que el agua recorriera riñones y pelo ajeno, cavidades dentales, poros, cicatrices de bala, insectos sin alas y las pocas flores que quedaron en la entrada. Como si no supiera caminar, como si fuera un apéndice envuelto en sábanas blancas, arrastrada como arrastra una niña su peluche, o como nos arrastra a nosotros el día, lo que está seco, la política.

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¿Y qué pasaría si no tuviera piernas?

A veces cuando bailo sola en la sala de mi casa me quedo sin una pierna. Doy pequeños saltos para seguir bailando, hay una especie de inercia corporal que no se detiene sólo por el hecho de tener una pierna faltante. Bailar es cosa seria.

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Cuando llego al orgasmo siento cosquillas en todo el cuerpo. Desde los pies hasta el pecho me extiendo acostada, pero la energía me impulsa de nuevo hasta los pies. La cabeza hacia arriba, me agarro el coño. Yaaaaaa pataleando. Una a una mis piernas se dejan caer con peso en el suelo. Retrocedo. Puede ser así, o también puede ser asá.

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Hablando de centímetros, tenía como 5 de dilatación cuando sucedió. En el hospital, luego de horas de caminar, ya estaba lista para que me internaran. Pero mi cuerpo era un laboratorio, un caso de estudio. Los nuevos necesitaban experiencia. ¿Cómo se palpan 5 centímetros de dilatación en una vagina? Ahí estaba yo, lista para que pudieran explorar, con las piernas abiertas. Un chico joven tuvo la fortuna o la maldición. Introdujo dos dedos temblorosos en mi dilatado abismo.

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Soy un desastre. Entre las piernas. Parezco una adolescente manchando de sangre calzones, pantalones, sábanas.

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Hace muchos años una amiga me prestó su ejemplar de “Treblinka”, de Chil Rajchman. El libro pertenecía en realidad a su papá, quien coleccionaba todo libro que se publicara sobre la Segunda Guerra Mundial. Fue bastante perturbador leer sobre  la mecánica de los hornos. No me esperaba tanto detalle, y menos tanto detalle sobre “la prueba y error” para alcanzar la mayor eficiencia posible en este proceso. Para resumir, los alemanes se dieron cuenta que, para obtener mejores resultados durante la cremación, los cuerpos de hombres y niños debían mezclarse con el de mujeres, primero, y si eran gordas, mejor. Me tiemblan las piernas.